21/01/2024

INCOMUNICADOS (10/11/02)

 

Ella miraba por la ventana. A su lado una anciana movía la cabeza de un lado a otro con resignación. En el vagón de aquel tren cada persona iba a lo suyo. 

El joven del pelo azul con el ipod a un volumen por encima de lo que se considera saludable para los oídos, el señor del maletín gritándole a un tal Juan  a través del móvil, la muchacha de la carpeta, con fotos de Damon y Stephan Salvatore, sumergida en su whatsapp, un chico rubio de ojos verdes que jugaba con su teléfono y una señora oronda, que acababa de subir,  puso sus bolsas en el asiento de su izquierda para evitar la compañía durante el trayecto del cercanías.

La anciana seguía moviendo su cabeza con resignación y suspiraba como si hubiese ocurrido una desgracia.

Aunque ella miraba por la ventana, veía en el cristal, reflejado, el rostro de su vecina de asiento. La anciana tenía unos ojillos pequeños, grises y muy vivarachos, pero el movimiento de su cabeza y el suspiro denotaban una tristeza que contrastaba con el brillo de su mirada. 

En el fondo ella sabía lo que pensaba, su abuela se lo repetía constantemente: "¿Dónde vamos a parar? La gente ya no se comunica, las personas no hablan, no se saludan, no se miran a los ojos, no se conocen". 

¿Cuántas maravillosas historias se perderían por culpa de ese aislamiento (autoimpuesto)? ¿Cuántas experiencias dejaríamos de tener al querer aislarnos de los demás? ¿Y si la chica del whatsapp perdía la oportunidad de mirar los verdes ojos de aquel que se sentaba frente a ella? ¿Y por qué aquel señor no paraba de gritarle a Juan por el móvil y sonreía un poco? ¿Por qué la oronda señora no quería a nadie a su lado? ¿Por qué los jóvenes van siempre con los oídos tapados?

¿Cuántas veces habrían coincidido en este mismo vagón, a esta misma hora, estas mismas personas? 

Podía ver, en los ojos grises, todo esto y en el fondo, en silencio, le daba la razón. 

Perdemos al cabo del día decenas, cientos de momentos irrepetibles para conocer a los que andan a nuestro lado. Así el mundo cada vez se hace más extraño, más frío, más absurdo, pero al llegar a casa nos conectaríamos al facebook, a twitter, a tuenti, a badoo, a zook o ¡vete tú a saber! Para encontrar ¡calor humano! Así que, ¿para qué hablar con la persona que tenemos al lado?

Retiró la vista de la ventana. La señora se levantaba para bajarse en la siguiente parada. Le miró y quiso decirle: ¡Tiene usted razón, donde debería haber personas sólo hay islas solitarias que forman archipiélagos sin puentes, sin conexión, construyendo un mundo triste y oscuro!

Pero no pudo. Subió el volumen de su mp5 y continuó mirando por la ventana.

ANTONIO Y DOLORES (31/10/10)

 

Como cada año por estas fechas, Antonio y Dolores solían quedar en el mismo lugar y a la misma hora para hablar de sus cosas. Repasar tiempos pasados y recordar a los que ya no estaban con ellos.

Aquel año no faltaron a la cita pero casi todo era diferente. El lugar había cambiado un poco y las gentes no eran las mismas. Es verdad que las cosas cambian, pero ¿tanto? Ya no había respeto, ni consideración por la gente de cierta edad,… ni por ciertas creencias. 

Los que se hallaban a su alrededor sacaron las bolsas con los lotes, el hielo y los vasos de plástico y se pusieron a beber y a hablar ruidosamente. 

“Tomar una copa”, le comentaba Dolores a Antonio, “no es malo, de hecho, de vez en cuando es más que saludable, pero así, cada día, como si no tuvieran otra cosa que hacer. Me parece una barbaridad”.

“Déjalos”, le replicaba Antonio, “son jóvenes, quieren olvidar las cosas malas que ocurren a su alrededor. Sin estudios, sin trabajo, sin dinero, y ahora esto, acabar así ¿qué más pueden hacer que beber y olvidar?”.

“Nosotros fuimos como ellos”, le replicaba Dolores, “nosotros también fuimos jóvenes, y tuvimos nuestros problemas y no hacíamos esas cosas, ni nos comportábamos como si no hubiese más gente alrededor. Sólo digo que deberían ser un poco más respetuosos”.

Carlos movía la cabeza y dejaba salir un suspiro. En el fondo Dolores tenía razón, todo había cambiado demasiado, y muy deprisa, y a ellos les cogía mayores la situación para asumirla naturalmente. De hecho, muchos de sus compañeros de batallas, ya no salían de casa para ese breve encuentro para no encontrarse con los más jóvenes. No. Preferían quedarse en sus casas, refugiados, lejos del mundanal ruido y del cambiar de los tiempos.

Incluso personalidades brillantes de su época, -allí habitaban toreros, tonadilleras, guitarristas, futbolistas, poetas, y cantantes-, habían perdido las ganas de salir y pasar un rato agradable de charla y recuerdos.

Allí todo estaba oscuro, las luces de las calles y plazas se habían apagado hace rato, en un intento del ayuntamiento por ahorrar en la factura eléctrica. ¡Mejor!, así se veían las estrellas, además la luna estaba hoy cercana y brillante, lo que hacía que no hiciera falta luz artificial.

A los jóvenes allí congregados también les gustaba dar sustos e ir a las casas de los vecinos a molestar con una nueva moda importada de noséqué tradiciones de por ahí. 

Cuando Dolores y Antonio era jóvenes las calles de la ciudad se llenaban de representaciones de Don Juan Tenorio, el de Zorrilla no otro, la gente comía huesos de santo, buñuelos y castañas asadas. Y el día 1 de noviembre se rezaba a todos los santos para preparar el alma para las misas del día 2, día de los Fieles Difuntos, durante el cual sólo se oficiaban misas de Réquiem y el oficio de difuntos; días en los que las gentes piadosas iban al cementerio a orar y a dejar flores en los enterramientos de aquellos que ya no estaban en el mundo de los vivos.

Y estos, los que ya no estaban entre los vivos, aguardaban en el cementerio a ese momento en el que el día daba paso a la noche para salir, una sola vez al año, a estirar las piernas y comprobar que los suyos, si les quedaba alguno vivo, estaban bien y las familias seguían con las tradiciones de toda la vida.

Pero las cosas habían cambiado mucho. Por eso Dolores y Antonio ya no salían de su calle San Alejo de su barrio de San Fernando, y simplemente se sentaban al pie de sus lápidas a hablar y recordar otros tiempos con melancolía.

Poco a poco, como cada año, la noche de los muertos daba lugar, de nuevo, al día y todos y cada uno de los habitantes de aquel barrio volvían a su fría casa, esperando al próximo año con impaciencia para ver a los amigos más antiguos y recibir a los nuevos vecinos, esperando que la cosa entre los vivos mejorase, y los que fueran llegando tuvieran mejor educación.

Con el primer rayo de sol Dolores se levantó, dio un beso a Antonio y con su puntualidad militar, pues habían sido demasiados años trabajando en la Pirotecnia Militar de Sevilla, volvió a su húmedo y frío hueco en la pared de nichos. Antonio esperó a verla entrar, como cuando esperaba verla entrar en casa de sus padres cuando aún eran novios, y se retiró a descansar hasta la próxima ocasión que el calendario les deparará.

Los más jóvenes volvían, borrachos y jolgoriosos, de sus paseos por la ciudad a sus tumbas… No sabían comportarse como buenos muertos en fechas tan señaladas.

Las cosas habían cambiado mucho, demasiado. Ni tan siquiera los muertos de ahora son como los de antes eran.

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Nota: 

Lote: en Sevilla, cuando los jóvenes salen por las noches a hacer botellonas, compran estos lotes formados por botellas de refresco y de alcohol (güisqui, ron, ginebra, etc)

San Fernando: es el nombre del cementerio de Sevilla, llamado así por el conquistador de la ciudad (1248) Fernando III el Santo.

Hablo del cementerio como si fuese un barrio porque es un cementerio grande dividido en calles, glorietas y plazas con sus respectivos nombres y numeraciones. La calle San Alejo es la calle en la que estaba enterrada mi abuela Dolores.



19/01/2024

Cita con la muerte (breve homenaje a Agatha Christie, 13/1/2012)

 

«Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia adelante. La vida, en realidad, es una calle de sentido único.»

M.J.M

Había cometido demasiados crímenes y le pesaba. A pesar de ello nunca había sido condenada. Había sido brazo ejecutor cientos de veces y, a pesar de ello, le habían perdonado.

Ahora, vieja y cansada, rememoraba cada veneno, cada puñal, cada arma de fuego, cada rostro cubierto por la sombra  de la muerte. Ahora, que se acercaba su propio final, pensaba en cómo había sido capaz de tales atrocidades. Entonces recordaba que una mano más fuerte la había dirigido y se estremecía.

Agotada descansaba en su rincón favorito de la habitación y miraba a aquella que la había convertido en una asesina. Ésta descansaba en su cama con la mirada perdida. Nadie diría que su cerebro había maquinado, en otros tiempos, algunos de los crímenes más conocidos y comentados por la prensa internacional. Hoy era sólo una anciana desvalida esperando a que las parcas cortaran el último hilo que la retenía a este lado del Aqueronte.

La primera sabía que cuando esto ocurriera no tardaría en irse tras ella. Sola no podría vivir, no resistiría no tener quien la guiara, no sabría estar en este mundo sin aquellas terribles manos que la habían hecho participe de todos sus crímenes.

El día que Agatha Christie murió, su máquina de escribir dejó de matar.

 

El extranjero (04/09/2012)

 

Sabía que aquel no era su sitio.

No sabía por qué estaba allí, no recordaba que él hubiera decidido ausentarse de sus tierras, conocidas, cálidas y seguras, y adentrarse en un mundo desconocido en el que se sentía extranjero.

Pues eso era, un extranjero.

Aquel no era su lugar, pero ¿cuál era?

Nadie le había preguntado. Nadie le había dado las instrucciones a seguir… y allí estaba. (En pie). Miraba los posibles horizontes, la encrucijada de caminos. Fuera donde fuera  seguía siendo un extranjero. Nada sería como antes. Nunca más habría un lugar que pudiera llamar suyo como hasta ahora. Nunca más estaría protegido por la seguridad de su roja y húmeda tierra.

Nunca se sentiría como en casa, esto era imposible.

Y allí se encontraba, decidiendo cómo empezar a respirar, o al menos intentándolo. Tomaba aire con fuerza e intentaba llevarlo a sus pulmones. Algo se lo impedía. Como un nudo en la garganta. Quería llorar y no podía. Sentía como todos le miraban de una forma extraña, expectante, como si esperaran algo de él.

Sin darle tiempo a reaccionar  uno de aquellos que le observaban se acercó y tendió la mano dándole una sonora cachetada.

Lloró.

No sabía muy bien si de rabia por no haberlo esperado, o como preludio de lo que sería la vida, su vida. Una vida que acababa de comenzar y que le recibía, como a todos, con una cachetada y caras expectantes observándonos como si fuésemos extranjeros en tierras desconocidas.


 

La espera (12/04/2013)

 

Allí estaba ella. Esperando. Él le dijo que iría a su encuentro en cuanto acabase de trabajar y ella le había creído.  Había preparado una cena espectacular y un suculento postre. Había puesto a enfriar la botella de ese vino blanco que tanto les gustaba.

Y ahora lo esperaba. 

Llevaban días sin verse, él siempre estaba muy ocupado y ella lo entendía, el trabajo es el trabajo, y en los tiempos que corren  hay que cuidarlo. Así que, supuso, él estará tan ansioso por este encuentro como ella.

Las horas pasaban lentas, muy lentas, demasiado lentas. Las agujas del reloj no se movían, o al menos esa era la impresión que le daban. Lo llamó y él le dio una excusa. Llegaría más tarde. Le pidió perdón por no avisarla. No pasa nada, ella lo comprende y espera.

El tictac  del reloj se hace insoportable. La tristeza empieza a apoderarse de ella. De nuevo. Lo mismo. No sabe por qué pero no encuentra lo que busca. Sólo necesita que la quieran un poco. Sólo un poco.

Coge la botella de vino y se sirve una copa. Enciende el equipo de música y pone su música favorita.  Mira fijamente el reloj de pared y las lágrimas comienzan a asomarse a sus ojos. No entiende. ¿O sí?

Empieza a desnudarse despacio como habría hecho para él. Con suavidad, con delicadeza, insinuante y sin prisa ninguna, como si la eternidad acampase en el tiempo y fuese para ellos.

Poco a poco, y ella sola, intenta recrear tantas noches juntos… Las lágrimas que antes se insinuaban comienzan a caer sobre sus mejillas y recorren su rostro. La tristeza y el dolor le hacen sentir y desear con más fuerza.

Y sigue recreando las noches pasadas con él. Sus manos recorren su cuerpo, al fin y al cabo ella se conoce mejor que nadie, mejor que ningún hombre la ha conocido nunca, ni la conocerá. Pero no puede evitar la tristeza, lo quiere tanto que la desesperación le hace buscarle en sí. Quiere salir de este mundo, aunque sólo sea por una corta eternidad. Quiere perder la noción del tiempo y poco a poco, suavemente, lo consigue. Todo da vueltas a su alrededor, siente que el suelo desaparece y, de repente, flota. Su espalda se arquea, su cuerpo se contrae y se expande, todo al mismo tiempo… ¿Es la muerte? ¡Ojalá lo sea!

Pero no, no lo es. Y tras llegar a lo más alto, se deja caer y termina de romper a llorar. Está cansada. El reloj ha ido avanzando y la noche, oscura, se ha presentado. Los ojos se le cierran. Quizá ahora pueda dormir y olvidar.

Mañana será otro día.

                                                        Joven desnuda, de Lovis Corinth

 

De grande… (18/05/08)

 

No quisiera ser mayor.

Montones de hojas secas se cruzan en mi camino incitándome a patearlas y revolverlas. Claro  que si hiciera eso el buen señor de Lipasam que lleva un buen rato amontonándolas no tendría más remedio que perseguirme armado con su escoba y… acordarse de mí durante el resto de la mañana.

Pero, y ahora en serio, imaginaos una larga avenida, casi desierta, son las ocho y media de la mañana, el señor lipasanero, dícese del trabajador de Lipasam, está amontonando por diferentes tramos de mi camino las hojas secas caídas al suelo durante la noche y ante tus ojos esos montoncitos ordenados, crujientes y a un tiempo blandos, verdes y marrones te provocan, te invitan a patearlos, y que vuelvan las hojas a repartirse desordenadas por las aceras, recordándote que el verano se acaba y que el otoño comienza a empujar fuerte; y se va acercando amenazándonos  otra vez con el frio  que muchos echan de menos…

Sigo mi camino tranquila, dejando a mi paso los ordenados montoncitos de hojas muertas.

Creo que a mí tampoco me gustaría que me hicieran barrer la calle dos veces… Nadie tiene la culpa de que los árboles se desnuden en la noche y no recuerden al amanecer recoger sus ropas del suelo.


 

Un cristal rojo (10/11/2006)

 

Observaba las vidrieras de una iglesia… muchos ventanales compuestos por cientos de cristales de colores: rosas, azules, amarillos, blancos, rojos, verdes, naranjas, negros,… Pensaba en la maravilla que sería ver la luz del sol entrar dentro del templo a través de esos cristales de colores, de manera que las blancas y desnudas paredes se convirtieran en un lienzo multicolor donde fuese imposible despegar un color de otro y todo el ambiente, todo el espacio se convirtiese en un solo haz de luz brillante y envolvente en el cual las pequeñas partículas se movieran en plena libertad y armonía.

Seguí observando los ventanales y observé más detenidamente uno de ellos, que como los demás estaba compuesto por diversos cristales de colores, pero en el que había un solo cristal rojo, perdido entre tanto otros colores que se repetían sin cesar, me dio por pensar si no se sentiría solo y confuso entre tantos cristales de colores que no eran como él. ¿Qué pensaría ese pobre cristal rojo de estar tan sólo? ¿Cómo lo mirarían los demás? ¿Lo aceptarían? ¿Le hablarían? ¿Qué sentiría cada uno de ellos?

Seguí observando… el sol, ya en lo más alto, brillaba con fuerza y golpeo la ventana con sus rayos, atravesando cada uno de los cristales de colores y haciendo que no se distinguieran unos de otros… ahora esos trozos de cristal diferentes entre sí eran sólo un cuerpo de luz donde no había diferencias, no había colores, no había tamaños, ni materiales, sólo luz… una gran, brillante e interminable luz que lo inundaba y transformaba todo.


 

La sirena del Jazz 24 (31/03/2013)

La música flotaba en el viento y arrastraba el olor a sal por las calles de la ciudad. La oscuridad de la noche era casi imperceptible debido a una maravillosa y radiante luna que se reflejaba orgullosa en el mar.

El hombre del sombrero no llevaba ninguna idea concreta de hacia dónde ir, simplemente caminaba; se dejaba llevar por sus pies a través de aquellas sugerentes y silenciosas calles.

Había sido aquel un día intenso; en realidad, una intensa semana que culminaba en un merecido descanso. Demasiadas aventuras quizás. Ya no era tan joven como cuando empezó a recorrer mundo y, aunque tampoco era viejo, el cansancio y la soledad se acumulaban sobre sus hombros.

Las calles de aquella ciudad se entrecruzaban dándole, casi a cada paso, una encrucijada de caminos en la que debía elegir por donde continuar. En ese último cruce al que había llegado paró y miró al cielo.

“La luna parece una enorme galleta dorada”, pensó para sí. Y allí estaba, mirando hacia arriba, cuando el viento llevó hasta sus oídos la música que flotaba en él. Al principio, no era exactamente música lo que escuchaba, eran sólo notas que iban y venían. Cayó en la cuenta que la música llegaba a él al girar en las esquinas pero al entrar en las calles, los altos edificios cortaban el paso al viento y silenciaban las notas arrastradas.

Seguiría la música. Antes le guiaban sus pies hacia ningún sitio, ahora sus oídos le llevarían hasta el origen de esas notas. El hombre del sombrero no necesitaba más que su instinto para llegar a cualquier sitio. Era como un sexto sentido desarrollado en el transcurso de los años, y de las muchas venturas vividas. Continuó caminando.  A cada paso que daba la música se hacía más clara, hasta podía identificar los instrumentos: un saxo, un contrabajo, un piano y… ¿podía ser una batería?

¡Qué maravillosa música!

Paró en seco a los pies de un edificio. El número 24 de una calle desconocida. Miró a su alrededor. Era una noche perfecta. La mar estaba totalmente en calma, tanto que parecía haber dos lunas, en dos cielos paralelos repletos de estrellas.

“Sí, es una noche idílica”, dijo en voz alta. Y decidió entrar en aquel sitio. Subió las largas y viejas escaleras que se presentaron ante él justo al franquear la puerta. Éstas ascendían hasta una sala cargada de humo de tabaco y ruido de vasos y voces; más arriba, en la planta superior, seguía la pesada cortina de humo pero el ruido cedía su paso a la envolvente música que le había guiado hasta allí y se materializaba ante sus ojos.

Observó la sala, se dirigió a la barra y se quitó el sombrero. Se sentó y pidió algo para beber.

Mientras, una preciosa mujer con aires de Ella Fitzgerald se situaba junto al pianista y empezaba a cantar Black Coffee, con una sensualidad y melancolía inigualables. Todos los que allí estaban la escuchaban silenciosos, embrujados por su voz. Cuando hubo acabado, el batería inició un solo digno del propio Joe Morello.

¡Fantástico ritmo! ¡Fantástica música! El hombre del sombrero había acertado en ir hasta allí, su instinto no le fallaba nunca.

Tras el solo de batería, el cuarteto y la mujer siguieron con el repertorio. Las canciones se sucedían: Take Five, Birdland, All Blues, West End Blues, Blue in Green,… acabando la ronda con un maravilloso Autumn in New York. En la oscuridad de la sala, las voces se elevaban en conversación aprovechando el descanso de los músicos. El hombre del sombrero sintió que alguien lo observaba, se giró y unos inmensos ojos negros lo invitaron a sentarse junto a ellos.

Sí, había hecho bien en ir hasta allí. No estaba tan viejo como pensaba, ni tan cansado, y era bien sabido, desde tiempos inmemoriales, que detrás de las canciones que atraen a los hombres siempre hay sirenas esperando que te estrelles contra las rocas.

 Acuarelas The man in the hat, de Antonio Bernal



El tesoro de Ibn-Hassam (29/12/2013)

El calor apretaba en aquella ciudad como si el infierno tuviera allí una puerta de entrada. Pese a la calina el bazar rebosaba vida y color. Las mujeres buscaban telas para los vestidos y los hombres discutían ante bandejas de té y dátiles, por todos lados se oían voces de compradores regateando y de madres regañando a niños traviesos que se empeñaban en desaparecer entre los tenderetes.

A través de todo aquel desorden se erigía un hermoso minarete hacia el cual se dirigía el hombre del sombrero. Pero antes de llegar a la torre debía encontrar el puesto del viejo Rachid y negociar con él el precio de una valiosa sortija.

Le dijeron que sería fácil encontrar al viejo joyero  pero en aquel colosal desastre parecía misión imposible. Preguntó a un joven vendedor de telas y este señaló al final de la plaza uno de los último tenderetes que se hallaba ante la muralla que circunda esa parte de la ciudad.

El hombre del sombrero atravesó dificultosamente el bazar saltando por encima de los cachivaches y esquivando a los pilluelos. Llegó sudoroso allí donde le habían indicado, aquella parte del bazar estaba más tranquila. Dos ancianos jugaban a la tawla y bebían un café muy oscuro y, por el olor, demasiado azucarado. El hombre del sombrero los saludó y estos lo invitaron a sentarse y tomar algo de beber. Respetuosamente, éste tomo asiento entre los dos ancianos y se sirvió un poco de la negra bebida, esperando con paciencia que acabaran la partida para averiguar cuál de ellos era aquel a quien buscaba.

Tras unos minutos, los dos hombres terminaron el juego y miraron al forastero; entonces el hombre del sombrero se presentó y preguntó cuál de ellos era Rachid. El más anciano de los dos asintió con la cabeza y le preguntó qué deseaba. El hombre del sombrero preguntó por el anillo y el anciano comenzó a hablarle de bagatelas y reliquias mientras miraba a su alrededor, habiéndose asegurado de que la nadie los miraba sacó una pequeña caja de madera tallada y se la enseñó, a cambio nuestro amigo del sombrero le entregó uno de los viejos pergaminos que le había prometido como pago. En ese instante empezaron una reñida negociación por el precio del anillo que terminó cuando al pergamino entregado se sumaron una espada sumeria y una tablilla ceremonial mesopotámica. El viejo joyero era un verdadero negociador; pero el hombre del sombrero estaba contento con la transacción.

El hombre del sombrero salió del bazar y se dirigió a uno de los locales de la ciudad en el que se sentó y pidió algo de comer. Habían pasado horas desde su última comida pero enredado en la búsqueda ni se había dado cuenta. Allí abrió la caja y miró el anillo. ¡Por fin! Ahora podría dirigirse a las mazmorras del palacio de Ibn-Hassam y descubrir si la historia, que tantas veces había oído cuando niño, era cierta.

En algún momento del siglo XIII alguien escondió en esas mazmorras junto al tesoro de palacio, la obra original de Ibn-Sofos uno de los más grandes y desconocidos filósofos de la Edad Media, y junto a ella la única copia existente del Segundo libro de la Poética de Aristóteles, que ya mencionara Umberto Eco en El nombre de la rosa y que todos creían totalmente perdido.

Estaba nervioso, como un niño pequeño la noche de navidad. Iba a ser él y nadie más quien, después de tantos siglos, abriera aquellas viejas y herrumbrosas puertas de hierro.

Y allí estaba, frente a las puertas. Encajó el anillo en el relieve de la pared y los engranajes del armazón comenzaron a moverse. Las puertas se abrieron y…

_______________

¡No había nada! Absolutamente nada. El hombre del sombrero quedó mudo de la sorpresa.

¿Qué había ocurrido?

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Madame Odette (09/05/2014)

 

Cuando llegué allí no sabía que aquello acabaría así. Claro que… ¡yo no era la adivina! Ésta yacía en el suelo, boca abajo, con las cartas esparcidas a su alrededor.

¡Maldita sea! Si no hubiera dicho aquellas cosas: salud, trabajo y amor. ¡Yo no pedía las tres, sólo una! Pero nada, en mi futuro no aparecía nada. ¡Todo negro!, había dicho. Negro, oscuro, nada.

¿Y para eso había ido hasta allí? ¿Para eso había conducido kilómetros y más kilómetros para hablar con Madame Odette?

¡Pues vaya!

Yo no quería oír lo que ya sabía. Quería que me mintieran. Si hubiera querido la verdad me habría mirado al espejo o habría llamado a mi madre para oír el eterno: “¡Te lo dije!… No podía salir bien… No sabes elegir,  bla, bla, bla.”

Yo sólo quería oír a alguien… Necesitaba oír a alguien, aunque fuese mentira, diciéndome que algo saldría bien: salud, trabajo o amor. No era exigente, me conformaba sólo con una de estas cosas. Había tanta gente con tanto… y yo… yo no tenía nada.

Pero estaba claro que las arpías que manejan el cotarro del destino me jodían todos los planes.

Así que tal como vi en la tele el anuncio de la tal Madame, llamé. Me dijo que me atendería en unas horas, por lo visto las vibraciones de mi aura le avisaron de la urgencia de mi caso. Así que me levanté del sofá, cogí las llaves del coche y salí.

La noche era fría y llovía con una fuerza extraña.

Desde que recuerdo, mi vida ha sido como jugar al ahorcado. Nunca consigo todas las letras y acabo colgada de la soga. ¡No hay forma! Ni S_L_D, ni TR_ _A_O, ni _M_ _R. Nada.

Ahora, allí de pie, mirando el cadáver, pensaba que lo lógico habría sido un suicidio, no un homicidio. Quitar a la adivina de en medio no cambiaría mi negro futuro. En cambio, si mi vida, la mia, se me fuera, ese negro futuro no llegaría. ¡Va! Pero eso no pasaría. Ya no. ¿Qué iba a hacer ahora?

No tenía prisa. Podía pensar. Madame Odette me había dicho al entrar que yo era el último cliente de ese día. Podía pensar. Pensar… pero pensar qué.

Miré a mí alrededor. ¡Vaya horterada! Cortinajes morados, cojines morados, borlones dorados, libros de astrología y de pociones, un gato gordo que dormitaba en una cesta, una pirámide de cristal sobre una mesita pequeña, la mesa grande con un mantelito también morado, unas flores en un jarrón, y el cadáver sobre la alfombra.

Me acerqué a la adivina y la miré de cerca, tenía curiosidad… durante la corta charla que habíamos tenido Madame Odette no me había dejado acercarme ni lo más mínimo a su persona, se mantenía alejada de los clientes gracias a la mesa donde trabajaba situada en un ángulo  oscuro frente a los cortinajes que tapaban las ventanas de la habitación.

Me senté a su lado, sobre la alfombra, observándola.

  • “Tendrás más o menos mi edad”, le dije en voz alta, ¡cómo si aún pudiera oírme!, “¿qué te ha llevado a ser adivina? Y lo más importante, ¿cómo no has adivinado esto?”

Me sonreí a mí misma. Puñetero destino de mierda ¡no te dejas ver venir! ¿Verdad? Al final las putas parcas siempre nos cogen por sorpresa. ¿Quién les regalaría las tijeras?

Seguí observando a la adivina, en ese momento me di cuenta de que llevaba una horrorosa peluca de pelo negro y un maquillaje que impediría a cualquiera reconocer a la persona que había tras esos churretes rosas.

Me levanté y paseé por la casa: dos plantas, varias habitaciones, dos baños, una magnífica terraza, una impresionante cocina,… parece que esto de la adivinación da bastante pasta. Me senté en el sofá, también morado, del salón principal. Un sofá blando y mullido, suave y cálido, con grandes almohadones y tapetes de ganchillo de hilo dorado. Cerré los ojos y medité, tenía que haber controlado mi ira. Coger la bola de cristal y estampársela en la cabeza no había sido la mejor reacción a sus predicciones, pero esa sonrisa torcida en su cara me hizo perder los nervios. ¿Por qué se reía? Seguí sentada unos minutos más, ¿o fueron horas?, en aquel sofá y una idea empezaba a asomarse entre el cansancio y la confusión… ¿Y si Madame Odette no hubiera muerto? Es decir, nadie sabía que la pitonisa yacía sobre su alfombra y nadie, al menos ninguno de sus clientes, sabía cuál era el rostro real de Madame Odette.

Tendría que averiguar, verdad es, si el cadáver tenía familia. Y si no la tenía, la jugada sería perfecta: yo sería la nueva Madame Odette. Casa, coche, trabajo y gato, en una sola noche; con el único inconveniente de tener que cargar con el recuerdo de esa noche durante el resto de mi vida.

Sólo esperaba una cosa: ojalá los espíritus vengativos no existan.


 

 

 


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