19/01/2024

La sirena del Jazz 24 (31/03/2013)

La música flotaba en el viento y arrastraba el olor a sal por las calles de la ciudad. La oscuridad de la noche era casi imperceptible debido a una maravillosa y radiante luna que se reflejaba orgullosa en el mar.

El hombre del sombrero no llevaba ninguna idea concreta de hacia dónde ir, simplemente caminaba; se dejaba llevar por sus pies a través de aquellas sugerentes y silenciosas calles.

Había sido aquel un día intenso; en realidad, una intensa semana que culminaba en un merecido descanso. Demasiadas aventuras quizás. Ya no era tan joven como cuando empezó a recorrer mundo y, aunque tampoco era viejo, el cansancio y la soledad se acumulaban sobre sus hombros.

Las calles de aquella ciudad se entrecruzaban dándole, casi a cada paso, una encrucijada de caminos en la que debía elegir por donde continuar. En ese último cruce al que había llegado paró y miró al cielo.

“La luna parece una enorme galleta dorada”, pensó para sí. Y allí estaba, mirando hacia arriba, cuando el viento llevó hasta sus oídos la música que flotaba en él. Al principio, no era exactamente música lo que escuchaba, eran sólo notas que iban y venían. Cayó en la cuenta que la música llegaba a él al girar en las esquinas pero al entrar en las calles, los altos edificios cortaban el paso al viento y silenciaban las notas arrastradas.

Seguiría la música. Antes le guiaban sus pies hacia ningún sitio, ahora sus oídos le llevarían hasta el origen de esas notas. El hombre del sombrero no necesitaba más que su instinto para llegar a cualquier sitio. Era como un sexto sentido desarrollado en el transcurso de los años, y de las muchas venturas vividas. Continuó caminando.  A cada paso que daba la música se hacía más clara, hasta podía identificar los instrumentos: un saxo, un contrabajo, un piano y… ¿podía ser una batería?

¡Qué maravillosa música!

Paró en seco a los pies de un edificio. El número 24 de una calle desconocida. Miró a su alrededor. Era una noche perfecta. La mar estaba totalmente en calma, tanto que parecía haber dos lunas, en dos cielos paralelos repletos de estrellas.

“Sí, es una noche idílica”, dijo en voz alta. Y decidió entrar en aquel sitio. Subió las largas y viejas escaleras que se presentaron ante él justo al franquear la puerta. Éstas ascendían hasta una sala cargada de humo de tabaco y ruido de vasos y voces; más arriba, en la planta superior, seguía la pesada cortina de humo pero el ruido cedía su paso a la envolvente música que le había guiado hasta allí y se materializaba ante sus ojos.

Observó la sala, se dirigió a la barra y se quitó el sombrero. Se sentó y pidió algo para beber.

Mientras, una preciosa mujer con aires de Ella Fitzgerald se situaba junto al pianista y empezaba a cantar Black Coffee, con una sensualidad y melancolía inigualables. Todos los que allí estaban la escuchaban silenciosos, embrujados por su voz. Cuando hubo acabado, el batería inició un solo digno del propio Joe Morello.

¡Fantástico ritmo! ¡Fantástica música! El hombre del sombrero había acertado en ir hasta allí, su instinto no le fallaba nunca.

Tras el solo de batería, el cuarteto y la mujer siguieron con el repertorio. Las canciones se sucedían: Take Five, Birdland, All Blues, West End Blues, Blue in Green,… acabando la ronda con un maravilloso Autumn in New York. En la oscuridad de la sala, las voces se elevaban en conversación aprovechando el descanso de los músicos. El hombre del sombrero sintió que alguien lo observaba, se giró y unos inmensos ojos negros lo invitaron a sentarse junto a ellos.

Sí, había hecho bien en ir hasta allí. No estaba tan viejo como pensaba, ni tan cansado, y era bien sabido, desde tiempos inmemoriales, que detrás de las canciones que atraen a los hombres siempre hay sirenas esperando que te estrelles contra las rocas.

 Acuarelas The man in the hat, de Antonio Bernal



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