Clac, clic, clac. Clac, clic, clac.
Ese ruidito repetitivo se oía noche tras noche desde que compró la casa.
Clac, clic, clac. Clac, clic, clac.
Había llamado a la antigua dueña y, aunque Mariloli no creía en fantasmas, le preguntó si alguien había muerto allí o había pasado algo que debiera saber. Le dijo que no. La casa había pertenecido a su familia durante tres generaciones y nada resaltable había ocurrido.
¿Podrían ser entonces ratas? Quizás. Mariloli llamó a un exterminador pero no encontró nada.
Tras la visita del exterminador el ruido cesó durante unos días pero una noche de nuevo lo oyó.
Clac, clic, clac. Clac, clic, clac.
Esta vez el ruido era más metálico, más contínuo, como un pequeño ejército de agujas cayendo a través de la pared.
Clac, clic, clac. Clac, clic, clac.
Mariloli se levantó de la cama y siguió el sonido a través de las paredes hasta la cocina. Allí era mucho más fuerte.
Clac, clic, clac. Clac, clic, clac. El sonido paró junto a la vieja y grasienta campana sobre la cocina de inducción. Lo que sea que fuera ahí estaba. ¿Qué hacer? Lo mejor sería volver a la cama y esperar a la luz del día. Pero sabía que no podría dormir con aquel ruido. Así que solo quedaba una opción. Abrir la campana y mirar...
Clac, clic, clac. Pum. Catacrock.

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